martes, 5 de octubre de 2010

Ojos de video-game

Hicieron furor a principios de los ’90, cuando el paddle amenazaba al fútbol y Tinelli empezaba a construir su imperio. A pesar de la Play Station y los juegos de PC, todavía sobreviven algunas casas de juegos, como el Bowling 10.

   “¡Boludo, cómo vas a errar ese gol!” grita un joven, mientras su compañero se agarra la cabeza. Termina el partido. A su lado, otros dos jóvenes festejan. La escena no se desarrolla en un potrero o una plaza, sino en el Bowling 10, el local de videojuegos de la peatonal Córdoba casi Maipú.

   Son las 7 de la tarde de un domingo todavía soleado. El Bowling está lleno con decenas de muchachos que no tienen más de 25 años. Parecen uniformados: gorra, remera con estampa, jean gastado y zapatillas de marca. Casi no hay mujeres.

   “Vienen los sectores bajos de la sociedad: del barrio Las Flores, La Lata, y muy pocos de la clase media”, afirma Raúl, encargado técnico del local. Tiene 50 años, barba canosa y algunos pelos despeinados. Parece entre cansado y acostumbrado a las luces y al ruido. Hace 11 años que trabaja en el Bowling y 18 que está en el rubro de los videojuegos. Lo llaman cuando una máquina se descompone, o cuando se traga una ficha. Cuelga de su cinturón un manojo de llaves que sería la envidia de un carcelero; cada una de ellas abre el compartimento donde caen las fichas.

   Pero además, Raúl es también un agente de seguridad informal del Bowling: se ubica en el centro del local y desde allí controla todos los movimientos. “Es muy raro que haya situaciones violentas”, sostiene contra los discursos estigmatizadores de los jóvenes pobres. “Se forman grupos y se arma cierta camaradería. Organizan torneos entre sí, y no pasa nada”, afirma. No cree que sean los videojuegos los que generen violencia, para Raúl la causa “es la situación social”.

   La aparición de consolas de juegos hogareñas como la Play Station y la apertura de locales en el complejo Village y los shoppings afectaron significativamente las ventas. “Hasta el ’97 y ’98 el público era variado. Antes acá no cabía un alfiler, todos los días estaba lleno”, recuerda Raúl. Ahora el público es más homogéneo: chicos y chicas de barrios periféricos, que no tienen el poder adquisitivo para comprar las máquinas o ir a un shopping. En la semana el local está casi vacío, y concurre más gente los fines de semana. “Alcanza para mantenerlo”, reconoce.

   Para el Bowling el tiempo se detuvo en aquellos dorados ’90. Hay juegos de fútbol del mundial ’98, clásicos de lucha como el “Street Fighter” y el “Mortal Kombat”, pinballs de películas como “Jurassic Park” y “Los locos Addams”. También hay pool, tejo de mesa y metegol. Están los juegos donde se baila en una plataforma, no para seducir a otro, divertirse, o sentirse parte de una cultura, sino para seguir las órdenes de una máquina.

   Los juegos de fútbol y lucha son los que más facturan. Se juega la fantasía de ser otro: el goleador de la final, el que da los golpes en vez de recibirlos. Y ganar aunque sea un rato.

   Como todo goce, tiene un precio. Un peso la ficha, cuatro el tejo, el pool y la línea de bowling. En la entrada hay dos juegos perversos, basados en las necesidades de los pibes. Uno es aquel donde el jugador maneja una pinza mecánica con el objetivo de extraer un reloj, un peluche, una pulsera, algo que sirva de regalo a un hijo, sobrino, o primo. El otro es la cascada de fichas: el usuario introduce una ficha en una ranura, con la esperanza de que mueva el resto de las fichas y las haga caer en una bandeja. Una carnada, un mini casino, el milagro que nunca ocurre.

   Se hizo de noche. Un grupo de pibes sale a la peatonal, ya desierta. Fuman un cigarrillo. Se lamentan, algunos del examen de matemática del día siguiente, otros de que deben levantarse a las 5 para ir a trabajar. “Unas fichitas más”, se convencen, y regresan al salón.