jueves, 8 de noviembre de 2012

8N: Gente que no

                                                                                             Foto: F. Guillén, La Capital 

Como el cacerolazo del 13 de septiembre, el tan esperado 8N fue una movilización a la canasta: cada cual llevó su reclamo contra el gobierno nacional y, en menor medida, hacia la oposición. Hubo pancartas contra la inflación, la inseguridad, en “defensa de las instituciones” y la constitución. También contra el Fútbol Para Todos, “la corrupción” y “el clientelismo”. La diversa y huérfana clase media se mueve desde y para Facebook: sin canalización orgánica a la vista, lo importante es mostrar y mostrarse para conseguir muchos “me gusta” y comentarios en el muro.

“Ésta en su momento fue la plaza del pueblo, ¿no?” pregunta un gordo de barba y cabeza rapada mientras camina rápido por Santa Fe, frente a la plaza 25 de Mayo. Tiene una musculosa blanca estampada con “8N yo sí fui”. A su lado, un señor mayor golpea la tapa de una cacerola. Más atrás, un grupo de jóvenes aplaude con fuerza y corta por el pasaje Juramento. 

Es un fade in que sube hasta llegar al Monumento. Los gendarmes, morochos y robustos, custodian la entrada del Salón de las Banderas y miran con desgano a la multitud. En las escaleras, una joven rubia busca una buena foto con su Iphone blanco.

Cacerolas y aplausos machacan en un loop eterno. A diferencia de otras convocatorias políticas, no hay canciones que den color a sus reclamos. La “gente” en el Monumento es un archipiélago de pequeños grupos, unificados por el “no a”. Es la heterogénea y fragmentada clase media; reclama seguridad, libertad, “respeto a la instituciones” y a la constitución. Clase media que se autodefine “cura de una Argentina enferma”, portadora de valores elevados.

“A las 9, el himno” avisa un muchacho a otro. A su derecha, tres señoras mayores intercambian números de teléfono. Las banderas argentinas de plástico no flamean, apenas se ondulan.

Hay caras de enojo. La dureza pretende camuflar la incertidumbe, la angustia que querer y no tener un líder fuerte y confiable que enfrente la dictadura monto-chavista.

Una señora sesentona de pelo corto y canoso despliega una pancarta, que dice: “Somos argentinos, buena gente”. Camina en trance hasta la muchedumbre que rodea a los cronistas de Canal 3, busca su lugar en el mundo. Existe si está en la tele: la Argentina reality, parte de la Argentina real.

A pocos metros de allí, sobre un pequeño escenario de madera, un treintañero de chomba salmón y barba prolijamente descuidada intenta hablar por un megáfono. No pretende liderar, se limita a amplificar consignas que escucha entre los presentes. En lenguaje Facebook: es un amigo que comparte.

Se yuxtaponen reclamos, con diversos grados de legitimidad y sin pretensión ni capacidad universalizante. Una mujer anciana inicia un “Devuelvan la Fragata, devuelvan la Fragata”; sólo ella lo canta.

Algunos ensayan el "Si este no es el pueblo, el pueblo dónde está". Los detractores del populismo se identifican como pueblo. En efecto, algo de pueblo hay: laburantes y clase media baja que encausan su justa bronca sobre salarios que no alcanzan, el pago del impuesto a las ganancias y demás en una movida de matriz liberal e individualista.  

El climax nunca llega y la “gente” se vuelve a casa.

Sobre calle Córdoba, un muchacho camina contra la corriente y pregona: “A las diez el himno todos juntos, eh”.

Se siente el olor de la tierra mojada y se levanta viento. ¿Es tormenta o sólo una brisa pasajera?  


lunes, 17 de septiembre de 2012

Interpretaciones de la protesta del jueves


Cacerola medio vacía o medio llena




La tentación de las lecturas lineales. El malhumor de “la gente”: palos por derecha e izquierda. El gobierno minimiza, la opo se entusiasma, ¿Y el resto?

A una década de la revuelta que le dio el empujón final al gobierno de la Alianza, las cacerolas volvieron a sonar con fuerza en los principales centros urbanos del país. En rigor, ya habían reaparecido durante la guerra gaucha del 2008 y, más acá, como reacción de estrechos círculos recoletos ante ciertos anuncios del gobierno. Esta vez, la capacidad de la convocatoria fogoneada por mail, sms, Facebook y Twitter sorprendió a todos: a los fervientes guardianes de las instituciones de la patria, a los que vieron luz y se mandaron, a los defensores del modelo nacional y popular, a los que intentan tomar distancia de la asfixiante polarización que atraviesa la política argentina.

La que era inicialmente una marcha contra la inseguridad, devino en una movilización a la canasta: cada quien llevó su reclamo contra el gobierno nacional. En general, más que una agenda propositiva, primó una lógica de rechazo: al supuesto garantismo (“que defiende los derechos humanos de los delincuentes y no los de la gente honrada como uno”) a un posible intento de reforma constitucional, a los controles de la AFIP y las restricciones a la compra de dólares, y sigue la lista. Aunque varios laburantes colaron el pedido por el impuesto a las ganancias y el 82% móvil, predominó una matriz liberal. La mayoría de la autodenominada “gente” reclamó un estado mínimo que la proteja de las amenazas y le permita acumular los frutos de su esfuerzo individual.

Las primeras lecturas apresuradas igualaron la movida con las jornadas de diciembre de 2001. Es cierto que hay puntos en común: el machacar de las cacerolas como sonido ambiente, la ausencia de identidades partidarias, el protagonismo de una clase media hipersensible que no sabe muy bien lo que quiere, pero lo quiere ya.

Pero a diferencia de entonces, el escenario actual no es de descomposición de un gobierno y el quiebre del consenso mayoritario en un modelo. También están ausentes los otros grandes protagonistas del 2001: los movimientos de trabajadores desocupados y, en menor medida, laburantes estatales y el resto de las víctimas de la debacle neoliberal.

A excepción del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, el núcleo duro del kirchnerismo evaluó la protesta del jueves como expresión del gorilaje de las grandes ciudades, un sector social ya hostil a las políticas del gobierno y descartado como base electoral. Incluso, la marcha es considerada un síntoma de resistencia ante transformaciones en curso; algo así como “ladran Sancho, señal que cabalgamos”.

Por su lado, los retazos de la deshilachada oposición política se ilusionan con ponerse al frente y representar el descontento. Ignoran -o pretenden esconderlo bajo la alfombra- que aún con el inflador de los principales grupos de medios no pudieron ni pueden presentar un candidato con serias aspiraciones a derrotar al kirchnerismo, y que el cuestionamiento también los incluye.

Aún a la distancia, diciembre de 2001 sigue atravesando la actual etapa política. Para el kirchnerismo, que se presenta como heredero de aquellos convulsionados días y, al mismo tiempo, como el restaurador del orden perdido, sigue siendo su hecho maldito. A diez años, aunque todavía muy lejos del “que se vayan todos”, las representaciones políticas actuales no convencen a amplios sectores sociales, o consiguen su adhesión por default. Con la desaceleración de una economía que creció a tasas chinas por una década, se alimenta un malhumor social que brota habitualmente al pasar y en el ámbito privado, en la vida real y en el cyberespacio.

Muchas y muchos laburantes, tanto de cuello azul como blanco, se quejan –y con razón- de que con un sueldito más o menos digno deben pagar el impuesto a las ganancias, que la inflación carcome el salario y, a la vez, despotrican con argumentos sarmientinos contra la Asignación Universal por Hijo y otros planes asistenciales hacia los sectores más desprotegidos. Como enseñara un italiano a comienzos del siglo pasado, el sentido común es contradictorio: se yuxtaponen acríticamente visiones de la sociedad y del mundo.

Entre los relatos simplificadores en pugna, que reducen las movilizaciones del jueves a una avanzada destituyente del medio pelo y la oligarquía o, por el contrario, a una cruzada republicana contra la dictadura chavista-neomontonera, puede abrirse un campo para la acción política. La heterogénea clase media masculla, mira hacia la base y la cumbre de la pirámide social. Como hace diez años, ante la ausencia de una alternativa creíble y de peso por izquierda, las expresiones conservadoras parecen picar en punta para canalizar el descontento.

viernes, 24 de febrero de 2012

La trama de negocios detrás de la Tragedia de Once


Que parezca un accidente

La República Cromañón suma una nueva efeméride. La precariedad y la argentinidad al palo. Grupos económicos y funcionarios rápidos para el “¿Yo señor? No señor”. La tercera pata: el sindicalismo empresario. De vuelta, el debate sobre “el modelo”.

La masacre ferroviaria tantas veces anunciada finalmente sucedió. El miércoles 23 de febrero un tren de la línea Sarmiento chocó contra un paragolpes de la estación de Once, en Capital. Hasta ahora las causas son desconocidas, pero sí se sabe que murieron 50 personas y 703 resultaron heridas. Hombres y mujeres de trabajo, que viajaban para ir a ganarse el mango.

Mientras los familiares buscaban desesperadamente a sus seres queridos en los hospitales y la morgue judicial, desde la empresa concesionaria Trenes de Buenos Aires (TBA) y el estado nacional deslindaban sus responsabilidades y sugerían que la culpa era del conductor de la formación. Incluso, el secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, fue más allá y, en un insostenible intento de excusa, se lamentó de que si el siniestro hubiera sido un feriado, la cantidad de muertos habría sido menor. A poco más de diez años de diciembre de 2001, pareció un revival de la Alianza.

La troika

Más que un acontecimiento, la Masacre de Once es un síntoma, si se permite la figura médica. Remite a causas profundas, a la estructura. El “modelo” sostiene y alimenta mucho más monstruos neoliberales de los que está dispuesto a reconocer.

Todo comenzó a principios de los ’90: eran años de remate de lo público. Un fallido del ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, sintetiza el clima de época: “Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del estado”.

A diferencia de otras empresas que fueron directamente privatizadas –como YPF o Aerolíneas Argentinas- en el caso de los ferrocarriles el menemismo montó un sistema de concesiones y reparto de ramales a distintos grupos empresarios cercanos al poder. La línea Sarmiento le tocó al grupo Cometrans, encabezado por la familia Cirigliano. Fueron años prósperos: se quedaron con la mayoría de las líneas de colectivos del Área Metropolitana de Buenos Aires, y sumaron a su holding a la empresa de carrocerías Tatsa SA y Emfersa SA, productora de material ferroviario.

A pesar del sostenido incumplimiento de inversiones y la sucesión de accidentes, el grupo se benefició durante el gobierno de la Alianza con la prórroga de la concesión por diez años, y, ya con el kirchnerismo, a través del pago de subsidios millonarios. En 2011, la empresa recibió 133 millones de pesos del estado nacional.

Según Juan Carlos Cena, ex Secretario General del Personal Técnico de Dirección de Ferrocarriles Argentinos, las unidades de transporte de pasajeros “no reciben el adecuado, por no decir ningún, mantenimiento preventivo en los depósitos. Revisación de ejes, rodamientos (llantas y sus perfiles), suspensión, frenos, sistema eléctrico; y en las vías: señales, semáforos, conservación y renovación”.

Rubén Sobrero, delegado opositor de la Unión Ferroviaria, ha venido realizando denuncias similares sobre la desinversión empresaria y la falta de controles por parte de la autoridad de aplicación estatal, la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT). El 30 de septiembre de 2011 Sobrero fue detenido y acusado de los delitos de "asociación ilícita y estrago doloso", por la quema de 11 vagones y el ataque a tres estaciones del oeste del Conurbano bonaerense en mayo pasado. El entonces jefe de gabinete, Aníbal Fernández, aseguró que el juez Yalj tenía “elementos contundentes” y “semiplena prueba” para detener a Sobrero. Sin embargo, el 11 de noviembre el mismo magistrado le dictó la falta de mérito, al sospechar de las pruebas y testimonios, basados en aportes de la policía y de la misma empresa TBA.

El “Pollo” Sobrero es una de las pocas voces disidentes en el campo gremial del sector ferroviario.  Allí, como en otros lugares, prima un tipo de sindicalismo empresario, un oxímoron ya reconocido.  A principios de los ’90 el ex titular de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, archivó su pasado combativo y tejió relaciones con el poder económico y político. En 1998 obtuvo la concesión del Belgrano Cargas y luego creó distintas cooperativas –una de ellas, Unión del MERCOSUR, gerenciada por su hijo- que las empresas utilizan para contratar personal y abaratar costos, al encuadrarlos en convenios que no les corresponden por el trabajo que realizan. Hoy Pedraza está preso, acusado de ser el principal responsable del asesinato de Mariano Ferreyra, el joven militante del Partido Obrero baleado el 20 de octubre de 2010 por una patota de la UF cuando acompañaba  el reclamo de trabajadores precarizados del Roca.

En pampa y la vía

Luego de la Masacre de Once, desde amplios sectores sindicales y políticos, incluso el ala izquierda del kirchnerismo, se plantea una revisión del esquema de concesiones y la reestatización del servicio de transporte ferroviario, tanto de carga como de pasajeros.

Sin embargo, el gobierno nacional, a través del ministro de Planificación, Julio De Vido, adelantó que no tomará “ninguna decisión administrativa” hasta que no finalice la investigación judicial. Subordinar esa eventual decisión a los tiempos y modos kafkianos de la justicia argentina, es ya tomar una decisión.


Ante hechos de este tipo, cabe preguntarse si puede surgir algo positivo de una tragedia, si una muerte absurda e injusta puede tener algún tipo de utilidad. Si el caso Carrasco fue el detonante para abolir el servicio militar obligatorio, la Tragedia de Once podría servir para terminar con un negocio multimillonario, sostenido a costa de la salud y la vida de los trabajadores y usuarios.