martes, 8 de julio de 2014

La verguenza mais grande do mundo


Brasil venía atado con alambre. Chile y México casi lograron desarticularlo. Alemania lo hizo en once minutos. El técnico local Luiz Felipe Scolari –no un seleccionador entre cracks, sino un administrador de la escasez- reconoció que con el gol de Muller el equipo entró en pánico. Lo que vino después fue la peor humillación de la historia del fútbol brasileño, aún peor que el Macaranazo de 1950. Si tras perder 6 a 1 con Argentina en la Copa América de 2004 el entrenador colombiano Hernán Bolillo Gómez –entonces al frente de Ecuador- afirmó que era “un resultado sacatécnicos” el 1–7 frente a Alemania debería conmover y formatear las estructuras del fútbol brasileño.
Para la planilla, si se tapa el primer renglón, el decisivo, fue un partido parejo. Brasil tuvo la pelota el 51% del tiempo, Alemania el 49%. Brasil pateó 18 veces al arco, Alemania 14. Brasil tuvo 7 corners, Alemania 5. Doce atajadas de Neuer y cinco de Julio César. Si fuera boxeo, hubiera ganado Brasil por puntos.
Pero ya lo dijo Umberto Eco: si un hombre comió dos pollos y uno ninguno, para la estadística dos hombres comieron un pollo. Y en el fútbol gana quien hace más goles. Si un equipo hace siete y el otro sólo uno, hubo virtudes y errores. Estructurales y ocasionales.
El efecto narcotizante del himno brasileño cantado a capella por los jugadores y la multitud duró sólo once minutos. Brasil empezó con iniciativa y acorraló a Alemania. Luego, el mambo negro. El gol de Muller derrumbó a Brasil. Le siguieron cuatro goles en seis minutos, para dar forma a un 5 a 0 inverosímil.  Un resultado increíble, pero no casual.
Alemania desplegó un fútbol perfecto. Presión coordinada y solidaria. Posesión de pelota como medio y no como un fin en sí mismo, velocidad, rotación. Y una eficiencia en la red casi inhumana.
Sin Neymar ni Thiago Silva, sus dos pilares, Brasil necesitaba un milagro. El gaúcho Scolari, más afín al libreto rioplatense de orden y garra que al jogo bonito brasileño, nunca logró armar un equipo. La selección local es un rejunte de buenos jugadores –algunos de bajo rendimiento en la temporada, como Dani Alves, lateral del Barcelona- y de futbolistas tirando a mediocres –para lo que demanda la historia brasileña- como Fred, el delantero titular.
El único que estuvo a la altura de una semifinal fue David Luiz. A pesar de sus errores, decisivos en el primer y el quinto gol, el capitán demostró amor propio. Empujó el equipo hacia adelante, en búsqueda más del descuento honroso que una remontada heroica.
Al final, dio la cara. No puso como excusa las ausencias de Neymar y de Thiago Silva. Lloró y pidió perdón al pueblo brasileño. A esos millones de hombres y mujeres que querían la revancha de 1950 y festejar en casa. A esos hinchas que se enorgullecían de tener el mejor fútbol del mundo, y cuyas caras de incredulidad y tristeza se viralizan como memes en las redes sociales.

La vergonzosa foto del 7 a 1 es parte de una película. Puede ser el fin y el comienzo de una nueva historia, si el fútbol brasileño –como el sudamericano- abandona su lugar de mero exportador de materias primas a los países centrales. Si fortalece divisiones inferiores, articulando talento natural con planificación a mediano plazo. Como lo hace Alemania desde hace casi diez años. Mal no les fue. En la tierra del jogo bonito, los que la descosieron fueron los alemanes. Con lágrimas y aplausos para los que aplastaron sus sueños de hexacampeón, los brasileños lo reconocieron.