lunes, 30 de noviembre de 2015

Cambiamos, ¿Y ahora?


Macri presidente electo. Era una hipótesis descabellada tiempo atrás, pero casi una certeza después del 25 de octubre. Después del cimbronazo, el futuro inquilino de la Casa Rosada oscila entre el shock que exige el círculo rojo y el gradualismo que imponen las promesas de campaña, la exigua diferencia en el balotaje y la falta de mayoría propia en el Congreso.


martes, 8 de julio de 2014

La verguenza mais grande do mundo


Brasil venía atado con alambre. Chile y México casi lograron desarticularlo. Alemania lo hizo en once minutos. El técnico local Luiz Felipe Scolari –no un seleccionador entre cracks, sino un administrador de la escasez- reconoció que con el gol de Muller el equipo entró en pánico. Lo que vino después fue la peor humillación de la historia del fútbol brasileño, aún peor que el Macaranazo de 1950. Si tras perder 6 a 1 con Argentina en la Copa América de 2004 el entrenador colombiano Hernán Bolillo Gómez –entonces al frente de Ecuador- afirmó que era “un resultado sacatécnicos” el 1–7 frente a Alemania debería conmover y formatear las estructuras del fútbol brasileño.
Para la planilla, si se tapa el primer renglón, el decisivo, fue un partido parejo. Brasil tuvo la pelota el 51% del tiempo, Alemania el 49%. Brasil pateó 18 veces al arco, Alemania 14. Brasil tuvo 7 corners, Alemania 5. Doce atajadas de Neuer y cinco de Julio César. Si fuera boxeo, hubiera ganado Brasil por puntos.
Pero ya lo dijo Umberto Eco: si un hombre comió dos pollos y uno ninguno, para la estadística dos hombres comieron un pollo. Y en el fútbol gana quien hace más goles. Si un equipo hace siete y el otro sólo uno, hubo virtudes y errores. Estructurales y ocasionales.
El efecto narcotizante del himno brasileño cantado a capella por los jugadores y la multitud duró sólo once minutos. Brasil empezó con iniciativa y acorraló a Alemania. Luego, el mambo negro. El gol de Muller derrumbó a Brasil. Le siguieron cuatro goles en seis minutos, para dar forma a un 5 a 0 inverosímil.  Un resultado increíble, pero no casual.
Alemania desplegó un fútbol perfecto. Presión coordinada y solidaria. Posesión de pelota como medio y no como un fin en sí mismo, velocidad, rotación. Y una eficiencia en la red casi inhumana.
Sin Neymar ni Thiago Silva, sus dos pilares, Brasil necesitaba un milagro. El gaúcho Scolari, más afín al libreto rioplatense de orden y garra que al jogo bonito brasileño, nunca logró armar un equipo. La selección local es un rejunte de buenos jugadores –algunos de bajo rendimiento en la temporada, como Dani Alves, lateral del Barcelona- y de futbolistas tirando a mediocres –para lo que demanda la historia brasileña- como Fred, el delantero titular.
El único que estuvo a la altura de una semifinal fue David Luiz. A pesar de sus errores, decisivos en el primer y el quinto gol, el capitán demostró amor propio. Empujó el equipo hacia adelante, en búsqueda más del descuento honroso que una remontada heroica.
Al final, dio la cara. No puso como excusa las ausencias de Neymar y de Thiago Silva. Lloró y pidió perdón al pueblo brasileño. A esos millones de hombres y mujeres que querían la revancha de 1950 y festejar en casa. A esos hinchas que se enorgullecían de tener el mejor fútbol del mundo, y cuyas caras de incredulidad y tristeza se viralizan como memes en las redes sociales.

La vergonzosa foto del 7 a 1 es parte de una película. Puede ser el fin y el comienzo de una nueva historia, si el fútbol brasileño –como el sudamericano- abandona su lugar de mero exportador de materias primas a los países centrales. Si fortalece divisiones inferiores, articulando talento natural con planificación a mediano plazo. Como lo hace Alemania desde hace casi diez años. Mal no les fue. En la tierra del jogo bonito, los que la descosieron fueron los alemanes. Con lágrimas y aplausos para los que aplastaron sus sueños de hexacampeón, los brasileños lo reconocieron.  

jueves, 8 de noviembre de 2012

8N: Gente que no

                                                                                             Foto: F. Guillén, La Capital 

Como el cacerolazo del 13 de septiembre, el tan esperado 8N fue una movilización a la canasta: cada cual llevó su reclamo contra el gobierno nacional y, en menor medida, hacia la oposición. Hubo pancartas contra la inflación, la inseguridad, en “defensa de las instituciones” y la constitución. También contra el Fútbol Para Todos, “la corrupción” y “el clientelismo”. La diversa y huérfana clase media se mueve desde y para Facebook: sin canalización orgánica a la vista, lo importante es mostrar y mostrarse para conseguir muchos “me gusta” y comentarios en el muro.

“Ésta en su momento fue la plaza del pueblo, ¿no?” pregunta un gordo de barba y cabeza rapada mientras camina rápido por Santa Fe, frente a la plaza 25 de Mayo. Tiene una musculosa blanca estampada con “8N yo sí fui”. A su lado, un señor mayor golpea la tapa de una cacerola. Más atrás, un grupo de jóvenes aplaude con fuerza y corta por el pasaje Juramento. 

Es un fade in que sube hasta llegar al Monumento. Los gendarmes, morochos y robustos, custodian la entrada del Salón de las Banderas y miran con desgano a la multitud. En las escaleras, una joven rubia busca una buena foto con su Iphone blanco.

Cacerolas y aplausos machacan en un loop eterno. A diferencia de otras convocatorias políticas, no hay canciones que den color a sus reclamos. La “gente” en el Monumento es un archipiélago de pequeños grupos, unificados por el “no a”. Es la heterogénea y fragmentada clase media; reclama seguridad, libertad, “respeto a la instituciones” y a la constitución. Clase media que se autodefine “cura de una Argentina enferma”, portadora de valores elevados.

“A las 9, el himno” avisa un muchacho a otro. A su derecha, tres señoras mayores intercambian números de teléfono. Las banderas argentinas de plástico no flamean, apenas se ondulan.

Hay caras de enojo. La dureza pretende camuflar la incertidumbe, la angustia que querer y no tener un líder fuerte y confiable que enfrente la dictadura monto-chavista.

Una señora sesentona de pelo corto y canoso despliega una pancarta, que dice: “Somos argentinos, buena gente”. Camina en trance hasta la muchedumbre que rodea a los cronistas de Canal 3, busca su lugar en el mundo. Existe si está en la tele: la Argentina reality, parte de la Argentina real.

A pocos metros de allí, sobre un pequeño escenario de madera, un treintañero de chomba salmón y barba prolijamente descuidada intenta hablar por un megáfono. No pretende liderar, se limita a amplificar consignas que escucha entre los presentes. En lenguaje Facebook: es un amigo que comparte.

Se yuxtaponen reclamos, con diversos grados de legitimidad y sin pretensión ni capacidad universalizante. Una mujer anciana inicia un “Devuelvan la Fragata, devuelvan la Fragata”; sólo ella lo canta.

Algunos ensayan el "Si este no es el pueblo, el pueblo dónde está". Los detractores del populismo se identifican como pueblo. En efecto, algo de pueblo hay: laburantes y clase media baja que encausan su justa bronca sobre salarios que no alcanzan, el pago del impuesto a las ganancias y demás en una movida de matriz liberal e individualista.  

El climax nunca llega y la “gente” se vuelve a casa.

Sobre calle Córdoba, un muchacho camina contra la corriente y pregona: “A las diez el himno todos juntos, eh”.

Se siente el olor de la tierra mojada y se levanta viento. ¿Es tormenta o sólo una brisa pasajera?  


lunes, 17 de septiembre de 2012

Interpretaciones de la protesta del jueves


Cacerola medio vacía o medio llena




La tentación de las lecturas lineales. El malhumor de “la gente”: palos por derecha e izquierda. El gobierno minimiza, la opo se entusiasma, ¿Y el resto?

A una década de la revuelta que le dio el empujón final al gobierno de la Alianza, las cacerolas volvieron a sonar con fuerza en los principales centros urbanos del país. En rigor, ya habían reaparecido durante la guerra gaucha del 2008 y, más acá, como reacción de estrechos círculos recoletos ante ciertos anuncios del gobierno. Esta vez, la capacidad de la convocatoria fogoneada por mail, sms, Facebook y Twitter sorprendió a todos: a los fervientes guardianes de las instituciones de la patria, a los que vieron luz y se mandaron, a los defensores del modelo nacional y popular, a los que intentan tomar distancia de la asfixiante polarización que atraviesa la política argentina.

La que era inicialmente una marcha contra la inseguridad, devino en una movilización a la canasta: cada quien llevó su reclamo contra el gobierno nacional. En general, más que una agenda propositiva, primó una lógica de rechazo: al supuesto garantismo (“que defiende los derechos humanos de los delincuentes y no los de la gente honrada como uno”) a un posible intento de reforma constitucional, a los controles de la AFIP y las restricciones a la compra de dólares, y sigue la lista. Aunque varios laburantes colaron el pedido por el impuesto a las ganancias y el 82% móvil, predominó una matriz liberal. La mayoría de la autodenominada “gente” reclamó un estado mínimo que la proteja de las amenazas y le permita acumular los frutos de su esfuerzo individual.

Las primeras lecturas apresuradas igualaron la movida con las jornadas de diciembre de 2001. Es cierto que hay puntos en común: el machacar de las cacerolas como sonido ambiente, la ausencia de identidades partidarias, el protagonismo de una clase media hipersensible que no sabe muy bien lo que quiere, pero lo quiere ya.

Pero a diferencia de entonces, el escenario actual no es de descomposición de un gobierno y el quiebre del consenso mayoritario en un modelo. También están ausentes los otros grandes protagonistas del 2001: los movimientos de trabajadores desocupados y, en menor medida, laburantes estatales y el resto de las víctimas de la debacle neoliberal.

A excepción del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, el núcleo duro del kirchnerismo evaluó la protesta del jueves como expresión del gorilaje de las grandes ciudades, un sector social ya hostil a las políticas del gobierno y descartado como base electoral. Incluso, la marcha es considerada un síntoma de resistencia ante transformaciones en curso; algo así como “ladran Sancho, señal que cabalgamos”.

Por su lado, los retazos de la deshilachada oposición política se ilusionan con ponerse al frente y representar el descontento. Ignoran -o pretenden esconderlo bajo la alfombra- que aún con el inflador de los principales grupos de medios no pudieron ni pueden presentar un candidato con serias aspiraciones a derrotar al kirchnerismo, y que el cuestionamiento también los incluye.

Aún a la distancia, diciembre de 2001 sigue atravesando la actual etapa política. Para el kirchnerismo, que se presenta como heredero de aquellos convulsionados días y, al mismo tiempo, como el restaurador del orden perdido, sigue siendo su hecho maldito. A diez años, aunque todavía muy lejos del “que se vayan todos”, las representaciones políticas actuales no convencen a amplios sectores sociales, o consiguen su adhesión por default. Con la desaceleración de una economía que creció a tasas chinas por una década, se alimenta un malhumor social que brota habitualmente al pasar y en el ámbito privado, en la vida real y en el cyberespacio.

Muchas y muchos laburantes, tanto de cuello azul como blanco, se quejan –y con razón- de que con un sueldito más o menos digno deben pagar el impuesto a las ganancias, que la inflación carcome el salario y, a la vez, despotrican con argumentos sarmientinos contra la Asignación Universal por Hijo y otros planes asistenciales hacia los sectores más desprotegidos. Como enseñara un italiano a comienzos del siglo pasado, el sentido común es contradictorio: se yuxtaponen acríticamente visiones de la sociedad y del mundo.

Entre los relatos simplificadores en pugna, que reducen las movilizaciones del jueves a una avanzada destituyente del medio pelo y la oligarquía o, por el contrario, a una cruzada republicana contra la dictadura chavista-neomontonera, puede abrirse un campo para la acción política. La heterogénea clase media masculla, mira hacia la base y la cumbre de la pirámide social. Como hace diez años, ante la ausencia de una alternativa creíble y de peso por izquierda, las expresiones conservadoras parecen picar en punta para canalizar el descontento.

viernes, 24 de febrero de 2012

La trama de negocios detrás de la Tragedia de Once


Que parezca un accidente

La República Cromañón suma una nueva efeméride. La precariedad y la argentinidad al palo. Grupos económicos y funcionarios rápidos para el “¿Yo señor? No señor”. La tercera pata: el sindicalismo empresario. De vuelta, el debate sobre “el modelo”.

La masacre ferroviaria tantas veces anunciada finalmente sucedió. El miércoles 23 de febrero un tren de la línea Sarmiento chocó contra un paragolpes de la estación de Once, en Capital. Hasta ahora las causas son desconocidas, pero sí se sabe que murieron 50 personas y 703 resultaron heridas. Hombres y mujeres de trabajo, que viajaban para ir a ganarse el mango.

Mientras los familiares buscaban desesperadamente a sus seres queridos en los hospitales y la morgue judicial, desde la empresa concesionaria Trenes de Buenos Aires (TBA) y el estado nacional deslindaban sus responsabilidades y sugerían que la culpa era del conductor de la formación. Incluso, el secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, fue más allá y, en un insostenible intento de excusa, se lamentó de que si el siniestro hubiera sido un feriado, la cantidad de muertos habría sido menor. A poco más de diez años de diciembre de 2001, pareció un revival de la Alianza.

La troika

Más que un acontecimiento, la Masacre de Once es un síntoma, si se permite la figura médica. Remite a causas profundas, a la estructura. El “modelo” sostiene y alimenta mucho más monstruos neoliberales de los que está dispuesto a reconocer.

Todo comenzó a principios de los ’90: eran años de remate de lo público. Un fallido del ministro de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, sintetiza el clima de época: “Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del estado”.

A diferencia de otras empresas que fueron directamente privatizadas –como YPF o Aerolíneas Argentinas- en el caso de los ferrocarriles el menemismo montó un sistema de concesiones y reparto de ramales a distintos grupos empresarios cercanos al poder. La línea Sarmiento le tocó al grupo Cometrans, encabezado por la familia Cirigliano. Fueron años prósperos: se quedaron con la mayoría de las líneas de colectivos del Área Metropolitana de Buenos Aires, y sumaron a su holding a la empresa de carrocerías Tatsa SA y Emfersa SA, productora de material ferroviario.

A pesar del sostenido incumplimiento de inversiones y la sucesión de accidentes, el grupo se benefició durante el gobierno de la Alianza con la prórroga de la concesión por diez años, y, ya con el kirchnerismo, a través del pago de subsidios millonarios. En 2011, la empresa recibió 133 millones de pesos del estado nacional.

Según Juan Carlos Cena, ex Secretario General del Personal Técnico de Dirección de Ferrocarriles Argentinos, las unidades de transporte de pasajeros “no reciben el adecuado, por no decir ningún, mantenimiento preventivo en los depósitos. Revisación de ejes, rodamientos (llantas y sus perfiles), suspensión, frenos, sistema eléctrico; y en las vías: señales, semáforos, conservación y renovación”.

Rubén Sobrero, delegado opositor de la Unión Ferroviaria, ha venido realizando denuncias similares sobre la desinversión empresaria y la falta de controles por parte de la autoridad de aplicación estatal, la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT). El 30 de septiembre de 2011 Sobrero fue detenido y acusado de los delitos de "asociación ilícita y estrago doloso", por la quema de 11 vagones y el ataque a tres estaciones del oeste del Conurbano bonaerense en mayo pasado. El entonces jefe de gabinete, Aníbal Fernández, aseguró que el juez Yalj tenía “elementos contundentes” y “semiplena prueba” para detener a Sobrero. Sin embargo, el 11 de noviembre el mismo magistrado le dictó la falta de mérito, al sospechar de las pruebas y testimonios, basados en aportes de la policía y de la misma empresa TBA.

El “Pollo” Sobrero es una de las pocas voces disidentes en el campo gremial del sector ferroviario.  Allí, como en otros lugares, prima un tipo de sindicalismo empresario, un oxímoron ya reconocido.  A principios de los ’90 el ex titular de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, archivó su pasado combativo y tejió relaciones con el poder económico y político. En 1998 obtuvo la concesión del Belgrano Cargas y luego creó distintas cooperativas –una de ellas, Unión del MERCOSUR, gerenciada por su hijo- que las empresas utilizan para contratar personal y abaratar costos, al encuadrarlos en convenios que no les corresponden por el trabajo que realizan. Hoy Pedraza está preso, acusado de ser el principal responsable del asesinato de Mariano Ferreyra, el joven militante del Partido Obrero baleado el 20 de octubre de 2010 por una patota de la UF cuando acompañaba  el reclamo de trabajadores precarizados del Roca.

En pampa y la vía

Luego de la Masacre de Once, desde amplios sectores sindicales y políticos, incluso el ala izquierda del kirchnerismo, se plantea una revisión del esquema de concesiones y la reestatización del servicio de transporte ferroviario, tanto de carga como de pasajeros.

Sin embargo, el gobierno nacional, a través del ministro de Planificación, Julio De Vido, adelantó que no tomará “ninguna decisión administrativa” hasta que no finalice la investigación judicial. Subordinar esa eventual decisión a los tiempos y modos kafkianos de la justicia argentina, es ya tomar una decisión.


Ante hechos de este tipo, cabe preguntarse si puede surgir algo positivo de una tragedia, si una muerte absurda e injusta puede tener algún tipo de utilidad. Si el caso Carrasco fue el detonante para abolir el servicio militar obligatorio, la Tragedia de Once podría servir para terminar con un negocio multimillonario, sostenido a costa de la salud y la vida de los trabajadores y usuarios.

jueves, 28 de julio de 2011

Apuntes sobre las elecciones en Santa Fe

Un chiste sin gracia


Las elecciones en la provincia de Santa Fe confirmaron dos datos que ya se intuían, al menos en la semana previa: la victoria del candidato del Frente Progresista Cívico y Social, Antonio Bonfatti, y la derrota del representante del peronismo provincial, el kirchnerista Agustín Rossi. Pero el elemento novedoso, preocupante, fue el notable crecimiento de Miguel Del Sel, nuevo representante de una derecha populista en ascenso, que disputó voto a voto hasta último momento al delfín de Binner. De cara a las elecciones nacionales de agosto y octubre, el escenario se complejiza aún más.


En sólo cuatro meses, Miguel Del Sel saltó de los escenarios teatrales y televisivos a los de la política. Con el encanto y el handicap que tienen los outsider –si lo habrán explotado Reutemann, Palito Ortega y Scioli- el Midachi tuvo en las primarias de mayo un debut sorpresivo, con 15% de los votos.

Apuntalado por los grandes grupos económico-periodísticos, y especialmente por el aparato del peronismo no kirchnerista, su discurso pretendidamente apolítico, poblado de vaguedades del sentido común, prendió en sectores sociales heterogéneos: clases populares urbanas, sectores medios y altos rurales. La personalización de la elección, aunque es una tendencia de largo plazo y tiene raíces más profundas, se potenció con el sistema de boleta única y benefició claramente al humorista.

Como hipótesis, se presume que la gran mayoría de sus votantes metió la boleta en la urna pensando que no ganaría. Como para sacarse las ganas, vio. Y así sumaron votito a votito hasta los 620 mil, para susto de propios y extraños.

De todas maneras, cabe destacar que la performance del novel candidato no logró traccionar al resto de los postulantes de su espacio: aunque sumó 6 diputados, el PRO no logró intendencias, ni jefaturas comunales, ni senadores, y es una fuerza minoritaria en la legislatura provincial. Una luz amarilla se ha prendido en la política santafesina, si se permite el chascarrillo cromático.


Bonfatti, por su lado, cumplió con lo que debía hacer: sostener la primera y única gobernación encabezada por el Partido Socialista en toda su historia. Fue la victoria y nada más. A pesar de pegar su calva testa a la de Binner, el rocoso candidato no pudo sostener los números que el Frente Progresista había logrado en 2007. Esos diez puntos migraron hacia Del Sel, el otro pretendiente del voto sojero. Sin mayoría en las cámaras, deberá negociar con el peronismo y el PRO, lo que le dará una excusa perfecta para victimizarse y acusar al resto de los bloques de “frenar la transformación”.

El gobernador saliente no obtuvo el aire que esperaba para su aventura presidencial, pero buscará erigirse en la nueva esperanza del progresismo blanco, pulcro, y que habla de reformas sin levantar demasiado la voz, como para que no se alarmen los mercados y los “sectores productivos”, eufemismo para los grupos económicos concentrados que controlan la economía provincial y nacional.


El gran derrotado de la elección fue el candidato del Frente Santa Fe Para Todos, Agustín Rossi. La añeja máxima “el que gana conduce, y el que pierde acompaña” quedó archivada en algún viejo manual de conducción peronista, ya que en la campaña se expresó poco y nada. El presidente de la bancada kirchnerista en diputados, al frente de una fórmula que contenía a priori las distintas fracciones del peronismo derrotadas en las internas de mayo, se quedó pedaleando en el aire. Su lista era una muestra del know how kirchnerista de construcción de alianzas: la “juventud maravillosa” al lado de la burocracia sindical light encarnada por el candidato a vice, el secretario provincial de ATE Jorge Hoffmann, y ex duhaldistas y menemistas como Pedro González, que volverá a ser intendente de Villa Gobernador Gálvez.

Enmarcado en la estrategia nacional que busca reenamorar a las clases medias, la campaña apeló a la nostalgia de doñas mateando en las veredas y se subió al reclamo de seguridad. Pero la disputa por la resolución 125 dejó sus marcas en la provincia profunda: Rossi sólo llegó a los convencidos. Cuando el piso y el techo de votos son casi iguales, el candidato está en problemas.

Diferente fue el desempeño de María Eugenia Bielsa, que triunfó en la categoría de diputados provinciales. A pocos días de la elección, se reunió con la presidenta en Olivos y prometió su apoyo para las primarias. Las puertas de las ligas mayores se abren para la hermana del flamante técnico del Athletic de Bilbao.


A la izquierda, más o menos lo de siempre: una práctica política ritualizada, externa e irrelevante para la inmensa mayoría de los sectores populares. Sin embargo, hay algunos datos nuevos alentadores, como la elección del periodista Carlos Del Frade como diputado provincial –más allá del esfuerzo del PRO por arrebatarle el cargo después del domingo, desempolvando una vieja disposición de la dictadura- y las buenas elecciones de los partidos de izquierda en algunos distritos donde tiene inserción en el terreno sindical y barrial, como es el caso de Capitán Bermúdez, donde el Partido Obrero logró una concejalía.

Como sucede en el resto del país, existe un extenso campo, invisible en muchos casos para el ojo de Doña Rosa, conformado por diversas organizaciones sociales, barriales, estudiantiles, culturales (y varios etcéteras más) y cientos de militantes populares, que desconfían de las roscas por arriba (por más “progresistas” que se presenten) y que buscan parir algo diferente, trasciendo las distintas opciones del “mal menor”.


Lo que viene, lo que viene

En la proyección hacia las primarias nacionales del 14 de agosto, deberían evitarse los análisis lineales y definitivos: si después de la derrota en las elecciones de junio de 2009 el oficialismo nacional recuperó la iniciativa con medidas como la estatización de las AFJP, la implementación de la Asignación Universal por Hijo, Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, sería hoy un error hablar nuevamente del “poskirchnerismo” para augurar un cambio de signo político en octubre.

Por ahora, el vagón de la economía argentina, repleto de soja, petróleo y productos mineros, sigue enganchado a la locomotora del BRIC. Como enseñaba un dirigente político de principios del siglo pasado, las clases sociales no se suicidan: aunque recelen del estilo de conducción del kirchnerismo (y de haberles sacado algún que otro negocio, también) las distintas fracciones burguesas no encuentran entre las ahora reanimadas fuerzas de la oposición una alternativa que les garantice gobernabilidad y sostener un “clima favorable de negocios”; entre las volátiles clases medias, algunos se inclinarán hacia oficialismo por adhesión ideológica al proyecto kirchnerista (como parte de un nuevo proceso de peronización de los sectores medios) o lo harán a regañadientes, refunfuñando por Schoklender, Moyano y compañía, pero con la intención de continuar con lo existente. En el heterogéneo mundo popular, también surgirá el interrogante sobre la conveniencia o no de cambiar de capitana del barco, más cuando algunas cuentas rápidas sugieren no arriesgar las fichas: la mayor parte del empleo es precario y los salarios siempre corren de atrás a la inflación, pero a diferencia de 2001-2002, trabajo hay y habilita cierta recuperación del consumo popular.

Los que no se fueron en el 2001 se esforzaron en estos años por asociar las jornadas de diciembre a crisis y desorden, soslayando la extraordinaria movilización social antes y después del 19 y 20. Los fenómenos Macri y Del Sel dan cuenta de una crisis de representación que no está cerrada del todo, y muestran su cara más aberrante y repulsiva. A 10 años de esos días convulsionados, las demandas siguen vigentes: democratización real de la vida política, redistribución de la riqueza, solución a problemáticas estructurales como la falta de vivienda y el acceso igualitario a salud y educación. La herencia todavía está vacante.

martes, 25 de enero de 2011

UN ARTESANO DE LA MÚSICA


Las manos mágicas
El luthier Jorge “el viejo” Ríos reparó más de 10 mil guitarras y construyó instrumentos por encargo. Ya retirado, cree que antes los luthiers “eran más conservadores” y reconoce que se encariñaba con cada una de las guitarras con las que trabajaba.
Jorge Ríos recorre los pasillos de una casa antigua en Urquiza y Entre Ríos hasta llegar al pequeño altillo donde funciona un improvisado taller. Entre viejas guitarras y herramientas pasa sus días un luthier histórico de Rosario, hoy retirado. En esta charla con “La Posta” este hombre de 81 años, flaco, de pelo largo canoso, bigote rockero y con tres aritos en su oreja izquierda, repasa su historia con voz ronca y pausada. Al mismo tiempo, enseña a Kevin, su aprendiz de sólo 10 años, cómo reparar la caja de una criolla negra.
En la casa de los Ríos se escuchaba sobre todo jazz. “Gracias a mis viejos conocí las primeras guitarras eléctricas”, agradece a la distancia. A pesar de que su padre quería que estudie piano, lo suyo era la guitarra. Aprendió a tocar y se sumergió en el mundo de la música.
Por aquellos años comenzó con la luthería. “Empecé como un hobby”, recuerda. A los 16 años intentó hacer una guitarra, y con 20 construyó una de metal.
A mediados de los ’40 visitaba a Jorge Repiso, un luthier que construía una guitarra gitana que ya no se fabricaba. Entre 1950 y 1956 abandonó su Buenos Aires natal y viajó a Italia, donde se perfeccionó en el oficio. Luego llegó “de casualidad” a Rosario, y no se fue más. “Me gustó: es una ciudad antigua, angosta… y con malicia, porque cuando llueve el agua va para Oroño en vez de ir para el río”, se ríe.
En los primeros años de los ’60 era muy difícil acceder a un instrumento nuevo: “la gente tenía que juntar la plata para no quedar ‘con la ñata contra el vidrio’ como dice el tango de Homero Manzi”. Por ese tiempo trabajó, entre otros, con el “chango” Puebla y Guillermo Romero, de los Gatos Salvajes, la primera banda de rock argentino.
¿Luthier se nace o se hace? Opina Ríos: “si tenés vocación y condiciones, se hace más fácil. Te falta la dedicación”. Se autodefine como “un perfeccionista” que trabaja “por instinto” y cuenta su propio recorrido: “aprendí con los años y también de equivocarme. Tuve la suerte de trabajar en algunos talleres que me dieron ideas para hacer lo que yo quería”. Cree que “antes los luthiers eran más conservadores”, y solo “intercambiaban secretos”. Este poder se ha resquebrajado por la proliferación de recursos para el luthier: “ahora hay libros, más información”, sostiene.
Reconoce que “se encariñaba” con las guitarras, y afirma que su “fuerte era la reparación”. Más de 10 mil guitarras arregladas parecen darle la razón. Sin embargo, también construyó algunos instrumentos por encargo, que le demandaban entre 3 meses y un año de trabajo. “Tenía facilidad para crear”, dice humildemente.
Para Ríos lo más importante de una guitarra “es que se deje tocar, y que agrade como suena”. Critica a “la gente que busca la estética”, y deja de lado la expresividad del instrumento. Cree que “hay instrumentos que son invaluables”. De Gibson destaca la 335 y la Lucille; de Fender menciona a la Jazzmaster, la Squire y la Musicmaster.
Ríos tuvo un taller propio en distintos lugares de la ciudad. Cuando lo cerró, hace poco más de quince años, reparó guitarras en Oliveira. A los 81 años está retirado de la actividad, pero enseña su oficio a las nuevas generaciones. En la computadora del pequeño taller sonaron Luis Salinas, Carlos Santana y Calle 13 junto a Rubén Blades. Kevin sigue trabajando en la criolla negra. Ríos lo mira y aprueba sonriendo: en pocos años, los guitarristas rosarinos tendrán un nuevo artesano que repare sus alas de libertad.