lunes, 17 de septiembre de 2012

Interpretaciones de la protesta del jueves


Cacerola medio vacía o medio llena




La tentación de las lecturas lineales. El malhumor de “la gente”: palos por derecha e izquierda. El gobierno minimiza, la opo se entusiasma, ¿Y el resto?

A una década de la revuelta que le dio el empujón final al gobierno de la Alianza, las cacerolas volvieron a sonar con fuerza en los principales centros urbanos del país. En rigor, ya habían reaparecido durante la guerra gaucha del 2008 y, más acá, como reacción de estrechos círculos recoletos ante ciertos anuncios del gobierno. Esta vez, la capacidad de la convocatoria fogoneada por mail, sms, Facebook y Twitter sorprendió a todos: a los fervientes guardianes de las instituciones de la patria, a los que vieron luz y se mandaron, a los defensores del modelo nacional y popular, a los que intentan tomar distancia de la asfixiante polarización que atraviesa la política argentina.

La que era inicialmente una marcha contra la inseguridad, devino en una movilización a la canasta: cada quien llevó su reclamo contra el gobierno nacional. En general, más que una agenda propositiva, primó una lógica de rechazo: al supuesto garantismo (“que defiende los derechos humanos de los delincuentes y no los de la gente honrada como uno”) a un posible intento de reforma constitucional, a los controles de la AFIP y las restricciones a la compra de dólares, y sigue la lista. Aunque varios laburantes colaron el pedido por el impuesto a las ganancias y el 82% móvil, predominó una matriz liberal. La mayoría de la autodenominada “gente” reclamó un estado mínimo que la proteja de las amenazas y le permita acumular los frutos de su esfuerzo individual.

Las primeras lecturas apresuradas igualaron la movida con las jornadas de diciembre de 2001. Es cierto que hay puntos en común: el machacar de las cacerolas como sonido ambiente, la ausencia de identidades partidarias, el protagonismo de una clase media hipersensible que no sabe muy bien lo que quiere, pero lo quiere ya.

Pero a diferencia de entonces, el escenario actual no es de descomposición de un gobierno y el quiebre del consenso mayoritario en un modelo. También están ausentes los otros grandes protagonistas del 2001: los movimientos de trabajadores desocupados y, en menor medida, laburantes estatales y el resto de las víctimas de la debacle neoliberal.

A excepción del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, el núcleo duro del kirchnerismo evaluó la protesta del jueves como expresión del gorilaje de las grandes ciudades, un sector social ya hostil a las políticas del gobierno y descartado como base electoral. Incluso, la marcha es considerada un síntoma de resistencia ante transformaciones en curso; algo así como “ladran Sancho, señal que cabalgamos”.

Por su lado, los retazos de la deshilachada oposición política se ilusionan con ponerse al frente y representar el descontento. Ignoran -o pretenden esconderlo bajo la alfombra- que aún con el inflador de los principales grupos de medios no pudieron ni pueden presentar un candidato con serias aspiraciones a derrotar al kirchnerismo, y que el cuestionamiento también los incluye.

Aún a la distancia, diciembre de 2001 sigue atravesando la actual etapa política. Para el kirchnerismo, que se presenta como heredero de aquellos convulsionados días y, al mismo tiempo, como el restaurador del orden perdido, sigue siendo su hecho maldito. A diez años, aunque todavía muy lejos del “que se vayan todos”, las representaciones políticas actuales no convencen a amplios sectores sociales, o consiguen su adhesión por default. Con la desaceleración de una economía que creció a tasas chinas por una década, se alimenta un malhumor social que brota habitualmente al pasar y en el ámbito privado, en la vida real y en el cyberespacio.

Muchas y muchos laburantes, tanto de cuello azul como blanco, se quejan –y con razón- de que con un sueldito más o menos digno deben pagar el impuesto a las ganancias, que la inflación carcome el salario y, a la vez, despotrican con argumentos sarmientinos contra la Asignación Universal por Hijo y otros planes asistenciales hacia los sectores más desprotegidos. Como enseñara un italiano a comienzos del siglo pasado, el sentido común es contradictorio: se yuxtaponen acríticamente visiones de la sociedad y del mundo.

Entre los relatos simplificadores en pugna, que reducen las movilizaciones del jueves a una avanzada destituyente del medio pelo y la oligarquía o, por el contrario, a una cruzada republicana contra la dictadura chavista-neomontonera, puede abrirse un campo para la acción política. La heterogénea clase media masculla, mira hacia la base y la cumbre de la pirámide social. Como hace diez años, ante la ausencia de una alternativa creíble y de peso por izquierda, las expresiones conservadoras parecen picar en punta para canalizar el descontento.