Cacerola
medio vacía o medio llena
La
tentación de las lecturas lineales. El malhumor de “la gente”:
palos por derecha e izquierda. El gobierno minimiza, la opo se
entusiasma, ¿Y el resto?
A
una década de la revuelta que le dio el empujón final al gobierno
de la Alianza, las cacerolas volvieron a sonar con fuerza en los
principales centros urbanos del país. En rigor, ya habían
reaparecido durante la guerra gaucha del 2008 y, más acá, como
reacción de estrechos círculos recoletos ante ciertos anuncios del
gobierno. Esta vez, la capacidad de la convocatoria fogoneada por
mail, sms, Facebook y Twitter sorprendió a todos: a los fervientes
guardianes de las instituciones de la patria, a los que vieron luz y
se mandaron, a los defensores del modelo nacional y popular, a los
que intentan tomar distancia de la asfixiante polarización que
atraviesa la política argentina.
La
que era inicialmente una marcha contra la inseguridad, devino en una
movilización a la canasta: cada quien llevó su reclamo contra el
gobierno nacional. En general, más que una agenda propositiva, primó
una lógica de rechazo: al supuesto garantismo (“que defiende los
derechos humanos de los delincuentes y no los de la gente honrada
como uno”) a un posible intento de reforma constitucional, a los
controles de la AFIP y las restricciones a la compra de dólares, y
sigue la lista. Aunque varios laburantes colaron el pedido por el
impuesto a las ganancias y el 82% móvil, predominó una matriz
liberal. La mayoría de la autodenominada “gente” reclamó un
estado mínimo que la proteja de las amenazas y le permita acumular
los frutos de su esfuerzo individual.
Las
primeras lecturas apresuradas igualaron la movida con las jornadas de
diciembre de 2001. Es cierto que hay puntos en común: el machacar de
las cacerolas como sonido ambiente, la ausencia de identidades
partidarias, el protagonismo de una clase media hipersensible que no
sabe muy bien lo que quiere, pero lo quiere ya.
Pero
a diferencia de entonces, el escenario actual no es de descomposición
de un gobierno y el quiebre del consenso mayoritario en un modelo.
También están ausentes los otros grandes protagonistas del 2001:
los movimientos de trabajadores desocupados y, en menor medida,
laburantes estatales y el resto de las víctimas de la debacle
neoliberal.
A
excepción del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González,
el núcleo duro del kirchnerismo evaluó la protesta del jueves como
expresión del gorilaje de las grandes ciudades, un sector social ya
hostil a las políticas del gobierno y descartado como base
electoral. Incluso, la marcha es considerada un síntoma de
resistencia ante transformaciones en curso; algo así como “ladran
Sancho, señal que cabalgamos”.
Por
su lado, los retazos de la deshilachada oposición política se
ilusionan con ponerse al frente y representar el descontento. Ignoran
-o pretenden esconderlo bajo la alfombra- que aún con el inflador de
los principales grupos de medios no pudieron ni pueden presentar un
candidato con serias aspiraciones a derrotar al kirchnerismo, y que
el cuestionamiento también los incluye.
Aún
a la distancia, diciembre de 2001 sigue atravesando la actual etapa
política. Para el kirchnerismo, que se presenta como heredero de
aquellos convulsionados días y, al mismo tiempo, como el restaurador
del orden perdido, sigue siendo su hecho maldito. A diez años,
aunque todavía muy lejos del “que se vayan todos”, las
representaciones políticas actuales no convencen a amplios sectores
sociales, o consiguen su adhesión por default. Con la desaceleración
de una economía que creció a tasas chinas por una década, se
alimenta un malhumor social que brota habitualmente al pasar y en el
ámbito privado, en la vida real y en el cyberespacio.
Muchas
y muchos laburantes, tanto de cuello azul como blanco, se quejan –y
con razón- de que con un sueldito más o menos digno deben pagar el
impuesto a las ganancias, que la inflación carcome el salario y, a
la vez, despotrican con argumentos sarmientinos contra la Asignación
Universal por Hijo y otros planes asistenciales hacia los sectores
más desprotegidos. Como enseñara un italiano a comienzos del siglo
pasado, el sentido común es contradictorio: se yuxtaponen
acríticamente visiones de la sociedad y del mundo.
Entre
los relatos simplificadores en pugna, que reducen las movilizaciones
del jueves a una avanzada destituyente del medio pelo y la oligarquía
o, por el contrario, a una cruzada republicana contra la dictadura
chavista-neomontonera, puede abrirse un campo para la acción
política. La heterogénea clase media masculla, mira hacia la base y
la cumbre de la pirámide social. Como hace diez años, ante la
ausencia de una alternativa creíble y de peso por izquierda, las
expresiones conservadoras parecen picar en punta para canalizar el
descontento.