Brasil venía atado con alambre. Chile
y México casi lograron desarticularlo. Alemania lo hizo en once minutos. El técnico
local Luiz Felipe Scolari –no un seleccionador entre cracks, sino un
administrador de la escasez- reconoció que con el gol de Muller el equipo entró
en pánico. Lo que vino después fue la peor humillación de la historia del
fútbol brasileño, aún peor que el Macaranazo de 1950. Si tras perder 6 a 1 con
Argentina en la Copa América de 2004 el entrenador colombiano Hernán Bolillo
Gómez –entonces al frente de Ecuador- afirmó que era “un resultado sacatécnicos”
el 1–7 frente a Alemania debería conmover y formatear las estructuras del
fútbol brasileño.
Para la planilla, si se tapa el
primer renglón, el decisivo, fue un partido parejo. Brasil tuvo la pelota el
51% del tiempo, Alemania el 49%. Brasil pateó 18 veces al arco, Alemania 14.
Brasil tuvo 7 corners, Alemania 5. Doce atajadas de Neuer y cinco de Julio
César. Si fuera boxeo, hubiera ganado Brasil por puntos.
Pero ya lo dijo Umberto Eco: si un hombre comió dos
pollos y uno ninguno, para la estadística dos hombres comieron un pollo. Y en
el fútbol gana quien hace más goles. Si un equipo hace siete y el otro sólo uno,
hubo virtudes y errores. Estructurales y ocasionales.
El efecto narcotizante del himno
brasileño cantado a capella por los jugadores y la multitud duró sólo once
minutos. Brasil empezó con iniciativa y acorraló a Alemania. Luego, el mambo
negro. El gol de Muller derrumbó a Brasil. Le siguieron cuatro goles en seis
minutos, para dar forma a un 5 a 0 inverosímil. Un resultado increíble, pero no casual.
Alemania desplegó un fútbol
perfecto. Presión coordinada y solidaria. Posesión de pelota como medio y no
como un fin en sí mismo, velocidad, rotación. Y una eficiencia en la red casi
inhumana.
Sin Neymar ni Thiago Silva, sus
dos pilares, Brasil necesitaba un milagro. El gaúcho Scolari, más afín al
libreto rioplatense de orden y garra que al jogo bonito brasileño, nunca logró
armar un equipo. La selección local es un rejunte de buenos jugadores –algunos de
bajo rendimiento en la temporada, como Dani Alves, lateral del Barcelona- y de
futbolistas tirando a mediocres –para lo que demanda la historia brasileña-
como Fred, el delantero titular.
El único que estuvo a la altura
de una semifinal fue David Luiz. A pesar de sus errores, decisivos en el primer
y el quinto gol, el capitán demostró amor propio. Empujó el equipo hacia
adelante, en búsqueda más del descuento honroso que una remontada heroica.
Al final, dio la cara. No puso
como excusa las ausencias de Neymar y de Thiago Silva. Lloró y pidió perdón al
pueblo brasileño. A esos millones de hombres y mujeres que querían la revancha
de 1950 y festejar en casa. A esos hinchas que se enorgullecían de tener el
mejor fútbol del mundo, y cuyas caras de incredulidad y tristeza se viralizan
como memes en las redes sociales.
La vergonzosa foto del 7 a 1 es
parte de una película. Puede ser el fin y el comienzo de una nueva historia, si
el fútbol brasileño –como el sudamericano- abandona su lugar de mero exportador
de materias primas a los países centrales. Si fortalece divisiones inferiores, articulando
talento natural con planificación a mediano plazo. Como lo hace Alemania desde
hace casi diez años. Mal no les fue. En la tierra del jogo bonito, los que la
descosieron fueron los alemanes. Con lágrimas y aplausos para los que
aplastaron sus sueños de hexacampeón, los brasileños lo reconocieron.
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